Sentada en la consulta, con una máquina
enfrente y un letrero luminoso en el extremo de la habitación, de esos que a
distancia muestran sus letras de mayor tamaño a menor, el médico, dictaminó:
vista cansada. Y alargó las vocales en el aire, con regodeo, con el acento
puesto en ese punto que recalca, por si no me hubiera dado cuenta, que ya he
llegado a los cuarenta.
Y me recomendó unas gafas de visión
progresiva, por la comodidad de ver de lejos y de cerca con un mismo cristal.
Me habló del nervio óptico, de la importancia de empezar con este tipo de gafas
cuanto antes mejor, que luego es más difícil acostumbrarse a ellas entrados en
más edad.
Yo ya las compré. Y a veces me las pongo,
otras me las quito, que esto no sé si ha de ser cuestión del nervio óptico, de
las gafas o forma parte de otro tipo de nervio, que de esto no entiendo: entre
lo que me gustaría ver y no puedo y lo que he visto y jamás hubiera querido
ver, no ya los ojos, el alma sangra.
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