Cuando era pequeña y en la televisión de mi casa salía la
información meteorológica, al finalizar las noticias, no entendía por qué mis
padres cambiaban de canal para volver a escuchar el tiempo si ya lo habían
visto en el anterior, total, para oír lo mismo dicho de manera diferente o, tal
vez, para ver si esa cadena decía o no otra cosa, con lo que entonces resultaba
muy difícil saber a quién creer. Suerte que solo había dos canales.
Y, mientras estaba el tiempo, no estaba
permitido hablar y casi no se podía ni respirar.
Cuando crecí me resultaba igualmente
incomprensible esa fijación, si bien ahora se regodeaban con un recorrido aún
mayor pues el número de canales había crecido y en todos, después de las
noticias, estaba el tiempo.
Y mientras duraba la emisión seguía sin
estar permitido hablar y casi no se podía ni respirar.
Cuando me casé creí librarme de la
pesadilla y, pasado el viaje de novios, durante el que no vi la televisión,
cuál no fue mi sorpresa que oí a mi marido gritar —todavía con las llaves en la
mano, que acababa de llegar a casa—: ¡Calla! ¡Calla! ¡El tiempo!
Hoy, mientras el hombre o la mujer del
tiempo dicen si va a hacer sol o va a llover —que aquí también se hace el
recorrido y se cambia de canal—, tampoco puedo hablar y casi no puedo ni
respirar.
Hace dos días, con motivo de las recientes
elecciones políticas, he visto en un periódico un mapa de España en el que
llamaba la atención el tono de las comunidades, de las ciudades y hasta de sus
municipios, y al verlo todo con ese color tan cálido, tan rojo, he pensado:
suben las temperaturas.
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